Friday, June 18, 2010

La Idea de Progreso en los ilustrados del siglo XVIII.




Los pensadores que hemos estudiado apelan a explicaciones de tipo histórico para dar cuenta de problemas que se plantean en su presente y para reforzar sus argumentos con  ejemplos  sacados  del  pasado.  En  este  sentido  afirmamos  que  ha  habido  una conciencia histórica en los filósofos del siglo XVIII.
Los  filósofos  franceses  considerados  en  esta  investigación:  Turgot,  Condorcet  y Voltaire  y  Rousseau,  muestran  en  sus  obras  un  marcado  interés  por  la  historia  de  la humanidad.
En  el  caso  de  Turgot,  este  interés  se  despierta  tempranamente.  En  el  listado  de proyectos a desarrollar que escribió en 1748 figuran el plan para una Historia universal y  unas  Consideraciones  sobre  la  historia  del  espíritu  humano,  que  atestiguan  este interés. Nunca llegó a escribirlas, aunque sí han quedado fragmentos para un Plan para dos Discursos sobre la historia universal y unos Fragmentos y pensamientos “sobre la historia universal o sobre los progresos y la decadencia de las ciencias y las artes”. Estos fragmentos revelan su interés en la idea de progreso ligada a una concepción global de la historia humana[1]. 10
         En  su  Cuadro  filosófico  sobre  los  progresos  sucesivos  del  espíritu  humano, pronunciado  en  1750,  considera  que  la  humanidad  en  su  conjunto  ha  tenido  un desarrollo comparable al crecimiento de un individuo, es decir, una historia: “El género humano, considerado desde su origen, parece a los ojos de un filósofo, un todo inmenso que él mismo tiene como cada individuo su infancia y sus progresos”.[2] 11 
Por otra parte, reconoce a la historia una esfera propia separada de la naturaleza. El desarrollo histórico no está determinado por leyes naturales: “Los fenómenos de la  naturaleza  están  sometidos  a  leyes  constantes,  están  encerrados  en  un  círculo  de revoluciones  siempre  iguales.  Todo  renace,  todo  perece”.  Pero,  “la  sucesión  de  los hombres, al contrario, ofrece de siglo en siglo un espectáculo siempre variado”. [3]12  “La naturaleza  es  por  todas  partes  siempre  la  misma[4], 13   y  son  las  circunstancias  las  que hacen que se desarrolle de manera desigual los talentos con que la naturaleza ha dotado a  los  hombres.  La  desigualdad  entre  las  naciones  depende  de  las  diferencias  en  el desarrollo de esos talentos. No meramente de la naturaleza humana, ni tampoco de un plan externo a la historia misma. Es en el terreno histórico, con su margen de libertad, donde  se  determinan  esas  diferencias.  Los  logros  obtenidos,  las  luces  y  las  ciencias, pueden  transmitirse  y  ellos  van  determinando  las  diferencias  en  el  progreso  de  los hombres y las sociedades.
También Condorcet expresa en sus escritos un marcado interés por la historia. En su obra, en realidad, no se discute la idea de progreso, antes bien se acepta como punto de partida, ya que el propósito de Condorcet es precisamente trazar el cuadro histórico de ese desarrollo, o sea que su interés es claramente histórico-filosófico. En su Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, señala: “Este cuadro es pues  histórico,  puesto  que,  sometido  a  perpetuas  variaciones,  se  forma  por  la observación  sucesiva  de  las  sociedades  humanas  en  las  diferentes  épocas  que  han recorrido. Debe presentar el orden de los cambios, exponer el influjo que ejerce cada instante sobre el que le reemplaza y mostrar así, en las modificaciones que ha recibido la especie humana, renovándose sin cesar, en medio de la inmensidad de los siglos, la marcha  que  ha  seguido  y  los  pasos  que  ha  dado  hacia  la  verdad  o  felicidad”.[5] 14 
Condorcet es el más optimista de los pensadores ilustrados en su defensa del progreso de la humanidad. En cierto modo, puede decirse que en la Introducción al Bosquejo se esfuerza  por  mostrar  la  pertinencia  de  un  estudio  histórico  de  este  progreso,  pero,  al mismo  tiempo,  quiere  enraizarlo  en  la  misma  naturaleza  humana,  para  resaltar  su necesidad.
Para Condorcet, el progreso del espíritu humano es un hecho comprobable, tanto en lo que se refiere al hombre considerado individualmente, como en lo que se refiere a las  sociedades  humanas.  En  este  sentido,  puede  estudiarse  puede  ser  objeto  de  un estudio histórico.
Estudio histórico que debe construirse con pautas críticas y que lleva a Condorcet a  rechazar  los  escritos  de  los  eruditos  griegos  y  romanos  por  “haber  carecido enteramente del espíritu de duda que somete al examen severo de la razón los hechos y sus  pruebas”, [6]15   resultando  así  sus  escritos  históricos  meros  relatos  en  los  que  se encuentran  fenómenos  absurdos  y  prodigios  increíbles  que  revelan  una  credulidad pueril.  En  cambio,  la  época  que  sigue  al  Renacimiento  ha  visto  la  aparición  de  una renovada ciencia de la historia: “Entonces debió nacer, pues, el triunfo de la crítica, que es  la  única  que  puede  hacer  a  la  erudición  verdaderamente  útil.  Se  tenía  todavía necesidad de conocer todo lo que habían hecho los antiguos y se comenzaba a saber que si se les debía admirar, se tenía también el derecho de juzgarlos”. [7]16 
Sabido es que Jean-Jacques Rousseau dedica su Discurso sobre las ciencias y las artes  a  demostrar  que  su  progreso  ha  traído  aparejado  desde  siempre  corrupción  y decadencia.  Pero  lo  destacable  es  que  refuerza  sus  argumentaciones  con  diversos ejemplos  históricos.[8] 17   La  historia  enseña  que  los  pueblos  refinados  y  decadentes terminan por sucumbir frente a vecinos más pobres, en quienes la forzosa austeridad ha preservado  sus  virtudes  originarias.  De  este  modo  se  cumplió  el  destino  de  Persia  y Cartago  frente  a  Roma,  y  más  tarde  ésta  última  frente  a  los  Francos  y  Sajones. [9]18   La historia  enseña  también  que  muchas  naciones  permanecieron  fuertes  y  virtuosas mientras  se  mantuvieron  “preservadas  del  contagio  de  vanos  conocimientos”,  como ocurrió  con  los  antiguos  Persas,  mientras  pusieron  todo  el  énfasis  en  enseñarles  a  los jóvenes las virtudes antes que las ciencias. [10]19  También en el Discurso sobre el origen de la desigualdad aparece clara la importancia de la historia. Rousseau considera que, para explicar  los  contrastes  que  observa  en  la  sociedad  de  su  tiempo,  debe  describir  su génesis  histórica.  Creerá  encontrar  el  fundamento  de  la  situación  actual  en  las transformaciones sociales producidas –sobre todo debido a la apropiación individual de la  tierra–  a  partir  de  un  hipotético  y  originario  estado  de  naturaleza,  en  el  cual  no existían aún las desigualdades sociales.[11] 20 
Otro aspecto en que se manifiesta el interés por la historia en el siglo XVIII es el desenvolvimiento que toma la crítica de las fuentes, ya iniciada en el siglo anterior.
El  pensador  francés  donde  aparece  más  desarrollada  esta  inquietud  es  Voltaire, quien  considera  que  las  afirmaciones  de  la  historia  no  poseen  la  certeza  eterna  de  las verdades matemáticas sino una certeza subjetiva, que es la que acompaña siempre a los hechos  probables,  contingentes,  de  los  que  aquélla  se  ocupa. [12]21   Esta  concepción  del conocimiento del pasado permite que se pueda entonces dudar de los testimonios y que éstos puedan ser criticados. Con este último fin, se debe comenzar por revisar todas las narraciones  dudosas  y  fantásticas,  especialmente  aquellas  que  hace  referencia  a prodigios y milagros.[13] 22 
Cuando  dejamos  de  lado  las  creencias  ingenuas  en  los  prodigios  y  los  milagros que nos llegan a través de narraciones del pasado, creencias aceptadas sin un examen racional  y  que  constituyen  lo  que  Voltaire  denomina  “prejuicios  históricos”[14] 23 ,  lo  que nos queda es lo verosímil, entendido como aquello que “no contradice en nada el orden ordinario  de  la  naturaleza”[15] 24 ,  que  se  encuentra  dentro  de  lo  probable  y  pudo,  por  lo tanto, haber ocurrido efectivamente.
Así,  por  ejemplo,  en  Turgot  encontramos  una  valoración  positiva  de  la  Edad Media,  tan  criticada  por  otros  filósofos  modernos,  a  la  cual  no  considera  como  una época  de  estancamiento.  La  barbarie  había  dejado  una  herida  en  la  humanidad  que necesitó siglos en cerrarse, y ésta fue la labor del cristianismo durante la Edad Media.
Valora asimismo en ese período la conservación de “las obras inmortales” de la cultura clásica  y  sus  lenguas  en  los  monasterios.  Sin  embargo,  también  condena  el  obstáculo que  significó  para  la  cultura,  en  esta  fase  de  la  historia,  el  desmoronamiento  del comercio  y  la  ruralización  de  la  vida  en  los  estamentos  de  la  nobleza.[16] 31   Turgot manifiesta  una  posición  más  imprecisa  respecto  de  la  antigüedad,  porque,  si  bien acabamos de ver que habla de sus “obras inmortales”, un poco antes ha desvalorizado a la filosofía griega como producto de los extravíos de la razón, en contraposición con la luz del cristianismo. [17]32 
También  en  Voltaire  hay  una  capacidad  de  valorar  positivamente  aspectos  del
pasado,  por  cuanto  reclama  de  sus  contemporáneos  que  “aquellos  que  insultan  la antigüedad  aprendan  a  conocerla;  que  no  confundan  los  sabios  legisladores  con  los contadores  de  fábulas;  que  sepan  distinguir  las  leyes  de  los  sabios  magistrados  de  las costumbres  ridículas  de  los  pueblos”.[18] 33   En  este  mismo  sentido,  en  su  Diccionario Filosófico, rechaza el juicio despreciativo de muchos historiadores, que consideraban a las naciones antiguas como idólatras sin más, por el simple hecho de tener estatuas de dioses;[19] 34  y es también claro al respecto, en este mismo libro, cuando considera que “no hay   que   juzgar   los   hechos   antiguos   con   arreglo   a   los   modernos”   y   debemos desprendernos  de  nuestros  prejuicios,  tanto  cuando  viajamos  hacia  otras  regiones del globo, como cuando viajamos hacia el pasado mediante el conocimiento histórico. [20]35 
Una  misma  capacidad  de  valorar  pueblos  y  hombres  del  pasado  manifiesta Rousseau cuando, en el Discurso sobre las ciencias y las artes, al cual ya hemos hecho referencia, exalta las figuras de dos auténticos sabios que se opusieron a la decadencia general  de  sus  respectivas  épocas:  Sócrates  en  Atenas  y  Catón  en  Roma, [21]36   o  alaba  a Esparta en desmedro de Atenas.
Entre  los  iluministas  alemanes,  las  religiones  positivas,  que  el  deísmo  había menospreciado frente a la religión natural, son revalorizadas en su carácter histórico por Lessing,  porque  para  él  constituyen  el  lugar  mismo  en  que  se  manifiesta  el  progreso humano.  Progreso  guiado  por  Dios,  quien  se  va  revelando  al  hombre  mediante  un proceso  de  educación  que  culminará  cuando  se  devele  totalmente  el  contenido  de  la religión  revelada  mediante  el  uso  de  la  razón. [22]37   Herder  hace  un  análisis  detallado  del desarrollo histórico, dejando de lado todo intento por subsumir a los pueblos antiguos bajo  ideales  modernos,  atribuyendo  a  cada  uno  su  propio  fin  y  su  modo  peculiar  de alcanzar la felicidad. [23]38 
Entre  los  iluministas  ingleses,  Hume  adopta  criterios  similares  a  los  de  Voltaire con el fin de analizar la historia de la religión. Elabora una historia conjetural, es decir, una reconstrucción basada en la comparación con pueblos contemporáneos que no han desarrollado  aún  “las  ciencias  y  las  artes”,[24] 39   para  determinar  las  creencias  de  la humanidad primitiva. También recurre a las fuentes, bajo la atenta mirada de la razón, para  determinar  el  origen  verosímil  de  los  mitos  griegos  y  de  las  creencias  populares medievales.[25] 40
La  idea  de  progreso  iluminista  no  aparece  totalmente  desligada  de  la  visión providencialista de la historia y se observa en la obra de los pensadores del siglo XVIII ciertas  influencias  de  esta  última  visión.  Pero,  las  semejanzas  que  presentan  ambas posiciones  son  de  orden  formal,  en  el  sentido  de  que  tanto  ‘Providencia’  como ‘progreso’ ocupan un mismo lugar dentro de las respectivas concepciones de la historia: el  de  concepto  clave  que  hace  inteligible  el  devenir  histórico.  Asimismo,  se  observan ciertas analogías sugestivas entre ambas visiones al aludir las dos a un comienzo de la historia en el que el hombre se demora en un estado de indolencia más o menos feliz según los autores para luego pasar a la inquietud y los afanes de la historia.
En  el  caso  concreto  de  Turgot,  el  más  imbuido  de  fe  religiosa,  encontramos  la máxima aproximación entre la Providencia y el progreso histórico, ya que éste último es presentado  como  una  manifestación  de  la  Providencia.  En  efecto,  el  fin  de  la Providencia es la felicidad del género humano y la religión cristiana es el instrumento privilegiado que utiliza para cumplirlo. En el comienzo mismo de su primer Discurso en la  Sorbona  aparece  claramente  esta  relación:  “La  religión  cristiana  tiene  a  Dios  por autor, ¿y podría Dios darnos leyes que no fueran beneficiosas? […] por apartadas que sean las rutas por las que conduzca Dios a los hombres, su felicidad es siempre el fin”. [26]41
Condorcet,  años  después  y  más  alejado  del  espíritu  religioso,  no  discutirá  en forma explícita la idea de Providencia, pero ésta será rechazada implícitamente a partir de  las  críticas  que  hace  al  Cristianismo,  en  particular,  y  a  las  religiones  en  general, oponiéndose  a  todas  por  considerarlas  resultado  de  errores  y  prejuicios.  Para  este pensador,  “el  triunfo  del  Cristianismo  fue  la  señal  de  la  completa  decadencia  de  las ciencias y de la filosofía”. [27]42 
Un  ejemplo  de  la  adopción  iluminista  de  la  idea  bíblica  de  la  ‘caída’  desde  un estado  de  indolencia  feliz,  que  da  lugar  al  inicio  de  la  historia,  puede  encontrarse  en Voltaire.  Éste  considera  que  la  naturaleza  humana  es  en  sí  misma  buena  y  que  “el hombre no ha nacido malvado”, señalando dos pruebas de ello: la bondad espontánea de los niños y el poco mal que hay, relativamente, en el mundo. Pero, no es menos cierto que,  de  todos  modos,  la  mayoría  de  los  hombres  tienden  a  volverse  malos,  como  la historia  lo  muestra.  El  origen  del  mal  está  en  la  ambición  humana,  que  corrompe  primero a los poderosos y luego se contagia, como una “peste”, al resto de sus súbditos:
“el primer ambicioso ha corrompido la tierra”. [28]43  De igual manera, Rousseau considera que, al crearnos, Dios nos había destinado a una “venturosa ignorancia”, de la cual gozábamos en el originario estado de naturaleza. En su sabiduría eterna, Dios no desconocía que la ciencia es temible: por cada verdad útil  que  el  hombre  puede  hallar  hay  infinidad  de  errores  peligrosos,  de  modo  que  el balance general es negativo. Y aún descubierta esa verdad útil, se hará de ella, por lo general,  un  mal  uso. [29]44   Pero,  el  ejercicio  de  las  ciencias  –en  el  Discurso  sobre  las ciencias  y  las  artes–  y  la  apropiación  individual  de  la  tierra –en el Discurso sobre el origen de la desigualdad– precipitarán la caída del hombre desde el beatífico estado de naturaleza en el tumulto doloroso de la historia.
Sin  embargo,  y  a  pesar  de  las  similitudes  señaladas,  mientras  en  la  visión providencialista la historia encuentra sus fundamentos en un plan trascendente, para la concepción iluminista las fuerzas motoras de la historia residen en ella misma. Se parte de  un  originario  estado  natural  y  el  desenvolvimiento  histórico  será  resultado  de potencias que le son inmanentes, es decir, del impulso al cambio que está contenido en la esencia misma del hombre. 
Ya en Turgot se sugiere una diferencia entre las dos visiones, porque el progreso  es concebido como un proceso mundano, que se inscribe dentro de la temporalidad y la  historia. Por otra parte, si bien el progreso es el fin de la Providencia, depende también y en buena medida de la aparición y actuación en cada época de hombres geniales: “En medio de esta combinación variada de los acontecimientos –tan pronto favorables, tan pronto  adversos–,  cuya  contrapuesta  acción  debe  a  la  larga  anularse  mutuamente,  el genio […] actúa sin cesar y sus efectos se vuelven con el tiempo sensibles”. [30]45  Se insinúa así la importancia del actuar humano en la dinámica del progreso. En  el  caso  de  Voltaire,  encontramos  una  discusión  bastante  compleja  en  el Diccionario Filosófico. Allí señala que la Providencia se manifiesta en todos aquellos aspectos de la naturaleza donde podemos identificar causas finales; por ejemplo, en la lana de los corderos que está allí para protegerlos del frío. De allí pasa a sostener que las causas  finales  se  expresan  en  leyes  generales,  es  decir,  en  aquellas  regularidades  que rigen  y  definen  la  naturaleza, ya sea inerte, viviente o humana. Sin embargo, Voltaire reconoce que hay hechos –efectos– que no pueden atribuirse a causas finales –es decir, a la Providencia–, al menos no directamente, como cuando trasquilamos a la oveja y nos tejemos  un  abrigo:  “Existen,  pues,  efectos  producidos  por  causas  finales,  y  un  gran número de efectos que no pueden recibir ese nombre”. El hombre posee entonces un margen de decisión y acción, que da lugar a la historia y la civilización. En este último caso  parece  no  poder  hablarse  de  causas  finales  trascendentes,  sino,  a  lo  sumo, circunscriptas  a  las  intenciones  humanas  y  a  la  libertad  del  hombre,  libertad  que Voltaire define de un modo bastante pragmático como “el poder […] de hacer lo que vuestra voluntad exigía con absoluta necesidad”, o sea que “sois libre de hacer cuando tenéis  el  poder  de  hacer”. [31] 46   De  allí  que,  si  bien  la  Providencia  permite  las  acciones malas  de  los  hombres,  no  puede  decirse  que  las  haya  querido  y  hayan  estado comprendidas en sus causas finales; así puede decir Voltaire que “el hombre no ha sido creado por Dios para que lo maten en una guerra[32]. 47  Es cierto que la Providencia parece tolerar grandes males como el hambre y las enfermedades; pero, en el caso de la guerra, que es el tercer gran mal de este mundo, es seguro que no puede atribuirse a Dios de ninguna  manera,  sino  que  es  producto  tan  sólo  de  la  imaginación  perversa  de  los príncipes de este mundo [33]. 48
Más  claramente  se  percibe  el  alejamiento  frente  a  la  Providencia  de  Dios  en  el Poema  sobre  el  desastre  de  Lisboa,[34] 49   escrito  por  Voltaire  en  1756.  En  el  Prefacio afirma:  “Es  demasiado  visible  que  todo,  desde  hace  tiempo,  no  está  ordenado  para nuestro bienestar presente”   y, más adelante: “Ningún filósofo ha podido explicar nunca el origen del mal moral y del mal físico”.[35] 50  El Poema es la expresión de un alma que se revuelve sin poder comprender el sentido de la Providencia. Se siente a Dios ausente e indiferente   para   con   el   dolor   humano,   que   parece   obra   de   fuerzas   oscuras   e incontrolables,  tanto  en  la  naturaleza  –males  físicos–  como  en  el  hombre  –males morales–. Así dice: “Filósofos errados que gritáis ‘Todo está bien’;/ Corred, contemplad esas  horribles  ruinas/  […]  Ante  el  espectáculo  espantoso  de  sus  cenizas  humeantes,/ ¿Diréis: ‘Es el efecto de las leyes eternas/ Que necesitan la elección de un Dios libre y bueno’?,/  ¿Diréis,  al  contemplar  ese  cúmulo  de  víctimas:  ‘Dios  se  ha  vengado,  su muerte es el precio de sus crímenes’?/ ¿Qué crimen, que falta cometieron esos niños/ Aplastados, sangrientos, sobre el seno materno?”. [36]51 
Voltaire  rechaza  también  otro  aspecto  de  la  Providencia:  los  milagros,  en  tanto intervenciones  directas  y  particulares  de  Dios.  No  sólo  porque  contradicen  “las  leyes eternas de la naturaleza”, sino también porque, en verdad, y bien mirado, constituyen una  contradicción  en  sí  mismas,  en  tanto  violación  de  leyes  inmutables,  es  decir, inviolables.  Sin  embargo,  y  dejando  de  lado  esta  primera  objeción,  ¿no  podría  Dios mismo suspender esas leyes? No, porque es imposible que Dios se ocupe en introducir el desorden dentro su propia obra. En primer lugar, porque su voluntad es inmutable y, por eso mismo, deben serlo las leyes que Él ha ordenado para el mundo. En segundo lugar, porque un Dios que suspende sus propias leyes al producir un milagro es un Dios que  se  vuelve  contra  sí  mismo,  que  se  contradice.  Así,  pues,  Voltaire  concluye  que atribuir milagros a Dios es, de alguna manera, deshonrarlo al imaginarlo como un ser inconsecuente consigo mismo. [37]52 
Esa  lejanía  de  la  Providencia,  que  abandona  el  ámbito  de  la historia a la acción humana, aparece también en la obra de Rousseau, quien, al igual que Voltaire, sostiene que  la  Providencia  es  un  ojo  universal  que  no  para  mientes  en  los  detalles  de  este mundo: “ Todo sucede según la ley común, y no hay excepción para nadie. Debe creerse que los acontecimientos particulares no son nada aquí abajo para los ojos del Señor del universo,  que  su  Providencia  es  sólo  universal,  que  se  contenta  con  conservar  los géneros  y  las  especies,  y  con  presidir  todo,  sin  inquietarse  por  el  modo  en  que  cada individuo pasa esta corta vida. Un rey sabio que quiere que cada uno viva feliz en su estado,  ¿tiene  necesidad  de  informarse  si  las  tabernas  son  buenas?”.[38] 53   Esta  última imagen  es  similar  a  la  del  Cándido  de  Voltaire,  donde  se  compara  al  mundo  con  un barco donde el patrón –Dios– no debe preocuparse por la comodidad de las ratas que habitan en la bodega. [39]54 
En  el  ámbito  del  pensamiento  alemán,  Kant  sostiene  que  aunque  Dios  hubiera establecido un plan providencial para el desarrollo humano, nosotros, ateniéndonos a los límites de nuestra razón, no podemos asumir su punto de vista, si bien es necesario, para construir  una  historia  como  ciencia,  postular  una  finalidad  en  su  desarrollo. [40]55   Herder acepta  una  guía  de  la  Providencia  en  la  historia,  pero  la  piensa  en  la  forma  de  leyes universales que no permiten intervenciones milagrosas.[41] 56 
Entre  los  ingleses,  sólo  Adam  Smith  hace  veladas  alusiones  a  la  Providencia, entendiéndola,  sin  embargo,  como  una  tendencia  natural  a  la  estabilidad  mientras  no existan fuerzas que desvíen el proceso económico de su curso natural. [42]57 


[1] Ver Gonçal Mayos Solsona, op. cit., p. XXII.
[2] Turgot, A.-R.-J, Discursos sobre el progreso humano, Madrid, Tecnos, 1991, p. 5.
[3] Turgot, op. cit., p. 36.
[4] Turgot, op. cit., p. 38
[5] Condorcet, Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, Madrid, Calpe,
1921, p. 17.
[6] Condorcet, op. cit., p. 122.
[7] Condorcet, op. cit, p. 183.
[8] Rousseau, “Discurso sobre las ciencias y las artes”, en Discurso sobre el origen y los fundamentos
de la desigualdad entre los hombres y otros escritos. Madrid, Tecnos, 1995, p. 11 y ss.
[9]  Rousseau, op. cit., p. 23-24. 
[10] Rousseau, op. cit., p. 13 y ss.
[11] Rousseau, “Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres”, en
op. cit., p. 118 y 161.
[12] Voltaire, Diccionario Filosófico, México, Fontamara, 1996; artículo “cierto, certeza”.
[13] Voltaire, Filosofía de la historia, Madrid, Tecnos, 1990, p. 142.
[14] Voltaire, Diccionario Filosófico., artículo “Prejuicios”.
[15] Voltaire, Filosofía de la historia., p. 121.
[16] Turgot, op. cit., p. 10.
[17] Turgot, op. cit., p. 8.
[18] Voltaire, Filosofía de la historia, p. 136.
[19] Voltaire, Diccionario filosófico; artículos “Ídolo, idólatra, idolatría”.
[20] Voltaire, Diccionario filosófico, artículo “Ezequiel”; “Falsedad de las virtudes humanas”; “Juliano el
filósofo, emperador romano”.
[21] Voltaire, Diccionario Filosófico, México, Fontamara, 1996; artículo “cierto, certeza”.

[22] Lessing, G. E., Escritos filosóficos y teológicos. Madrid, Editora Nacional, 1980, p. 573-94.
[23] Herder, Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad, Buenos Aires, Losada, 1959, p.
255-257.
[24] Hume, Historia natural de la religión, Buenos Aires, Eudeba, 1966, p. 46.

[25] Hume, op. cit., p. 51 y 60.
[26]  Turgot, op. cit., p. 3.
[27] Condorcet, op. cit., p. 118. 
[28] Voltaire, Diccionario filosófico, artículo “Malvado”.
[29] Rousseau, op. cit., p. 19.
[30] Turgot, op. cit., p.40-41.
[31] Voltaire, op. cit.; artículo “Fin. Causas finales”.
[32] Voltaire, Diccionario filosófico, artículo “Libertad”.
[33] Voltaire, op. cit., artículo “Guerra”.
[34]  Mousnier-Labrousse,  Le  XVIII e siècle. L’époque des “Lumières”, Paris, Presses Universitaires de France, 1985, p. 76: “Voltaire, antes un partidario convencido [del optimismo], devino su enemigo encarnizado después del desastroso terremoto de Lisboa (1755) y escribió en el incisivo Cándido (1759): ‘¿Qué es el optimismo? […] dice Candido: Es el empeño de sostener que todo está bien cuando todo está mal’”.
[35] Voltaire,  Prefacio  al  “Poema  sobre  el  desastre  de  Lisboa”,  citado  por  Villar,  Alicia,  Voltaire-Rousseau. En torno al mal y la desdicha, Madrid, Alianza, 1995, p. 154 y 157.
[36] Voltaire, “Poema sobre el desastre de Lisboa”, v. 4-5 y 14-20; citado por Villar, Alicia, op. cit., p. 158-59.  En  Ferrone-Roche  (eds.),  op.  cit.,  p.  51,  se  señala  que  el  problema  del  mal  inquieta profundamente  al  hombre  del  siglo  XVIII  porque,  justamente,  “la  secularización  del  mundo  lo transforma en escándalo para el espíritu al privar de significación y valor al sufrimiento”.
[37] Voltaire, Diccionario filosófico, artículo “Milagros”, Filosofía de la historia, p. 160. Cf. Micromegas.
[38] Rousseau, carta a Voltaire del 18-8-1756; citado por Villar, A., op. cit., p. 198-99.
[39] Voltaire, Cándido, Madrid, EDAF, 1994, p. 162: “Pero venerable padre –dijo Cándido–, el mal se ha extendido horriblemente sobre la tierra. –¿Qué puede importar –dijo el derviche– el bien o el mal? Cuando su alteza manda un barco hacia Egipto, ¿se ocupa acaso de si los ratones que van en él estarán a gusto o no?”
[40] Kant, op. cit., p. 195.
[41] Herder, op. cit., p. 492.
[42] Smith, Adam, La teoría de los sentimientos morales, Madrid, Alianza, 1997, p. 420-423.