Monday, June 14, 2010

François Chevalier. AMERICA latina: de la independencia a nuestros días.

Título AMERICA latina: de la independencia a nuestros días
Autor François Chevalier
Editor Labor, 1983

pp. 270-287 

1)    RITMOS COMUNES Y RUPTURAS EN EL PENSAMIENTO IBÉRICO.

Las ideas de los pensadores latinoamericanos que más influencia han tenido suelen ser bastante bien conocidas a través de trabajos clásicos, antiguos o recientes. En esto por lo menos las historias nacionales tuvieron que abrirse hacia el exterior, sobre todo hacia ^uropa —a falta de derribar barreras también en un sentido continental—, ya que evidentemente las ideas procedían de Francia, de Inglaterra u otros países, aunque reinterpretadas localmente. En cambio, nos parece que para el siglo xex al menos, la historia del pensamiento latinoamericano se aprovecharía de una apertura hacia la de España y Portugal, aunque sólo sea porque la península ibérica fue a menudo el vehículo del pensamiento francés a través de traduc-
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ciónes o de escritores de segunda fila, sobre todo juristas y abogados (a este respecto, estudios sobre la composición de las bibliotecas serían ilustrativos). Es también un hecho pocas veces advertido que en América ciertos países de lengua española han vivido ritmos casi paralelos a los de España en las décadas que siguieron a la independencia, antes del triunfo del positivismo latinoamericano hacia el último tercio o el último cuarto del siglo xlx. Por ejemplo, en México, las grandes olas políticas de las ideas liberales en 1833, con Gómez Farías; luego, en 1856 y en los años siguientes, con la «Reforma», parecen ofrecer con España concordancias que merecerían ser exploradas.

En cambio, la difusión casi continental de un positivismo mezclado con influencias anglosajonas parece, en México y en otros países, representar, tal vez desde el Imperio de Maximiliano pero sobre todo un poco más tarde, la primera gran ruptura con los ritmos y pulsaciones del pensamiento peninsular. En efecto, no encontramos en España ningún equivalente del positivismo pragmático que de manera duradera inspira y justifica la acción de tantos gobiernos latinoamericanos a fines del siglo xix y principios del xx. Esta diferencia fundamental procede sin duda de ciertos fracasos del liberalismo en España (1868), y, al contrario, de su victoria, o completa (en México en 1867), o parcial y escalonada en la casi totalidad del continente iberoamericano. Pero cualesquiera que sean las divergencias entre liberales y positivistas latinos, a pesar del neoconserva-durismo que marcó más tarde a éstos (en Argentina como en México u otros países), aquéllos les abrieron ostensiblemente el camino, sobre todo por su actitud respecto a la religión.

Los aspectos concretos, prácticos, utilitarios incluso de este positivismo, prolongado en un sentido spenceriano, hallarían en el siglo xix un medio favorable en una América ecléctica y poco inclinada naturalmente hacia la especulación abstracta, como lo apunta Joáo Cruz Costa [455] a propósito de Brasil y desde Argentina hasta México —a diferencia probablemente de España, más sensible a la metafísica, y ya a las influencias de la filosofía alemana—. El caso es que cuando florecían en América la enseñanza positivista o sus secuelas, en Madrid fracasaban los intentos de Joaquín Costa o de la Institución Libre de Enseñanza...

Para reconocer en los antiguos imperios ibéricos el retroceso o incluso el final de los grandes ritmos comunes o paralelos a nivel de las ideas políticas y del pensamiento, habría que ver también cómo evoluciona la imagen que se tiene de la ex metrópoli en cada país, o por lo menos en los medios dirigentes. Los historiadores no se han interesado en ello ni en América ni en
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2)    EL TRADICIONALISMO Y LOS CONSERVADORES

En principio, es evidente que los movimientos de las ideas se pueden estudiar y conocer a nivel de las «élites» que piensan y a veces están en el poder, o accederán a él.

Parece natural —por lo menos a primera vista—- que las corrientes tradicionalistas y conservadoras hayan interesado menos que otras puesto que, a lo largo de siglo y medio de profundas transformaciones, parecen oponerse al movimiento y negarse a toda innovación. De hecho esta etiqueta cubre en América latina realidades importantes y complejas, á veces muy diferentes, cuando no opuestas, que merecerían ser más profundizadas [145, 172]. Sin referirnos siquiera, de momento, a los neoconservadores positivistas o spencerianos de fines del siglo pasado, o a grupos o partidos tales como el «Partido Conservador» colombiano en la misma época (que sigue existiendo), Lucas Alamán,  por ejemplo,  mejor conocido  que  otros, fundador
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en 1849 del partido mexicano de este nombre, o su amigo Antuñano, el industrial de Puebla, tienen, como protagonistas de una economía moderna, una actitud muy distinta de la que suele atribuirse al viejo conservadurismo ibérico. Alamán seguía la línea de los virreyes novadores del despotismo ilustrado, con más apego sin duda a la religión y un nuevo interés por el ejército (que explicaban las amenazas del Norte).2 El caso de este hombre político que también era un pensador, tal vez no sea único entre los conservadores del Nuevo Mundo.          
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En particular habría que conocer el conservadurismo en Brasil, del que un gran conocedor de este país se ha preguntado si no era más flexible e inteligente que en otras partes, sobre todo en el terreno económico, ya que evitó por lo menos los enfrentamientos que se produjeron en los países de habla española (Stein [25]).

No todos, ni mucho menos, eran hombres abiertos. Los que se aferraban a un pasado caduco habrían merecido sin duda el califica-ron ) de retrógrado («Partido del retroceso») que los liberales daban a menudo al partido adverso. A este respecto, una parte de responsabilidad procedía tal vez de la escolástica anticuada que se enseñaba en la mayoría de las universidades (¿hasta cuándo exactamente?) y que inspiraba a menudo las escuelas de enseñanza media, desde la expulsión en 1767 de los jesuítas, aquellos maestros de valor.

Pero en ciertos medios, sobre todo eclesiásticos, en el siglo xix se realizaron grandes esfuerzos para restablecer la situación. A nivel del pensamiento filosófico —sobre el cual no podemos insistir aquí— habría que conocer mejor, a través del continente, las 'expresiones nuevas del tradicionalismo que han alimentado fuertes corrientes que, bajo otras formas, se perpetúan hasta nuestros días y no han dicho su última palabra.3

Un común denominador del conservadurismo tradicional era, por supuesto, su postura frente a la Iglesia y a su poder temporal (pero
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una religión omnipresente ¿permite distinguir entre lo temporal y lo espiritual?), como también, en segundo lugar, el apoyo que le proporcionaba el ejército (con muchos matices e incluso divergencias). Pero en México el Partido Conservador, tradicionalista y clerical, desaparece en 1867, comprometido por la derrota de una monarquía extranjera que había llamado, desacreditado además por la política casi liberal de Maximiliano y de sus aliados franceses, que habían reconocido y hecho irreversible la desamortización de los bienes de la Iglesia —«poca que exigiría nuevos estudios después del de Corti  [174].

El conservadurismo, que atañe también al carácter personal, sólo podía renacer de sus cenizas en México, donde los Científicos que rodeaban a Porfirio Díaz querían incluso fundar un nuevo partido con este nombre. Sería difícil no calificar por lo menos de neocon-servadoras, no sólo a varias dictaduras de América, sino incluso a las oligarquías en el poder en Argentina antes de la ley Sáenz Peña de 1916. Pero todos estos hombres, racionalistas y positivistas sobre los que volveremos, eran todo lo contrario de clericales. La mayoría, como Porfirio Díaz o los argentinos, tampoco eran militaristas —ya que los regímenes militares «de derechas» suelen ser posteriores, por ejemplo en Argentina el de Uriburu en 1930-1932—. Por muy importantes que hayan sido, las relaciones de los conservadores con la Iglesia, y en segundo lugar con e! ejército, no representan una constante histórica.

Otra forma de conservadurismo, ésta muy estructural, nacía de la situación colonial interna de las «élites» blancas o mestizas frente al mundo indígena o afroamericano, y marcaba gran parte del pensamiento latinoamericano, incluso el de muchos liberales.

En investigaciones en parte inéditas que habría que prolongar en la larga duración, M. Bataillon ha mostrado cómo, ya a fines del siglo xvi, nacía en el Perú y en México una mentalidad de «españoles americanos», que se distanciaban de la metrópoli, «se agregaban a la sociedad colonial y adoptaban respecto a los indios un sentimiento ambiguo de solidaridad telúrica y de superioridad». En la época de la independencia,* una sociedad muy clerical de criollos y mestizos «honrados» reivindicaba el derecho a privilegios políticos y sociales, como heredera de los conquistadores al mismo tiempo que solidaria de los indios sometidos y protegidos. El mexicano fray Servando Teresa de Mier veía, por ejemplo, en esta herencia, el fundamento y las bases de una Constitución continental o «Gran Carta de los Americanos» (1813). Fray Servando, sin embargo, era agresi-
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vamente republicano y filósofo. Bolívar también expresaba la misma idea. Estos padres del liberalismo defendían, pues, implícitamente una sociedad colonial de estamentos, es decir, algunos de los privilegios que propugnarían los partidarios de «Religión y fueros».

Todas estas permanencias en el pensamiento del siglo xix deberían ser mejor conocidas y puestas en evidencia por análisis de contenido: son muy importantes en un continente que ha quemado etapas culturales desde el abandono de la escolástica.

3)    EL LIBERALISMO

El pensamiento liberal en América latina representa un temí muy amplio, con sus orígenes a partir de las «Luces», su difusión /enta o rápida, sus vaivenes, sus éxitos o su triunfo, y luego su retroceso, o mejor su transformación durante el último tercio del siglo XIX hacia cierto «positivismo» político y social. Aquí, por oupuesto, sólo podremos mencionar de paso algunos de sus problemas específicos. Individualmente se conoce bastante bien a los principales pensadores liberales —aunque queda todavía bastante por hacer, sobre todo para los países pequeños, y aunque podemos imaginar el análisis de sus posturas y de sus ideas por métodos cuantitativos—. Los trabajos más importantes y más numerosos se refieren naturalmente a las influencias locales de los grandes maestros del pensamiento europeo: Rousseau, Adam Smith, Jovellanos, Saint-Simon, Benjamín Constant, Bentham, etc.

En realidad» el pensamiento liberal ha suscitado a través de todo el continente lo que se ha llamado una revolución, a menudo jalonada de levantamientos, de golpes de Estado, de vueltas al punto de par-
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tida y de guerras civiles que se extienden a lo largo de varios decenios o más todavía (véase infra, p. 402). A menudo fomentada al principio por Estados Unidos, esta revolución de libertad individual y de modernización inspirará también medidas que, en el medio americano, abren el camino a un neolatifundismo, con graves consecuencias para el porvenir."

Los puntos de vista, las perspectivas y las apreciaciones cambian con el tiempo (y los acontecimientos). Por ejemplo, una de las personalidades liberales más fuertes del continente, Sarmiento (1811-1888), ya no aparece en Argentina como la gran figura nacional indiscutible porque parece demasiado exclusivamente influenciado por las ideas del extranjero, sobre todo de los anglosajones. El panegírico que hace de Estados Unidos (en Conflicto y armonios de las razas...) suscita algún malestar entre los latinoamericanos. Cierta admiración hacia la América de habla inglesa era habitual entre muchos liberales de las primeras generaciones, por ejemplo en el católico colombiano Andrés Bello (1781-1865), en el mexicano yucateca y luego tejano Lorenzo Zavala (1788-1836), sobre todo en los radicales chilenos  Lastarria   (1817-1888)   y   Bilbao   (1823-1865)   —este   último particularmente hostil a la católica España-—. La simpatía hacia Estados Unidos era más rara entre los mexicanos, sobre todo después de la pérdida de los territorios del norte (1848), aunque los liberales se beneficiarían más tarde del apoyo de su poderoso vecino en las guerras con los conservadores. Aunque se mencionan pocas veces estas actitudes —menos que las de las generaciones siguientes, a menudo antiyanquis—, son bastante conocidas, y por lo menos fáciles de conocer.

El utilitarismo, J. Cruz Costa [455] advierte que, a través de los distintos países independientes del continente latinoamericano, el pensamiento se inclinaba poco hacia la filosofía especulativa, pero estaba a menudo orientado en un sentido utilitario, práctico y con-creto, o sea, hacia la acción, además de los brasileños, cita al argentino Alberdi que, efectivamente, se aproxima a Sarmiento sobre este punto, a pesar de sus divergencias sobre otros. Mencionaríamos también, en el mismo sentido pero en diversos grados, a A. Bello; en América central, a J. Qecilio del Valle..., incluso en México a un pensador tan tradicionalista como el obispo Munguía, que busca lo cútil» en varias de sus obras. ¿No se podrían encontrar muchos otros ejemplos que revelarían a través de las dos Américas —incluso y sobre todo la de lengua inglesa, a pesar de tantas divergencias— un nuevo elemento  de sincronismo continental, por lo menos  después
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de la desaparición perceptible de los sincronismos particulares de los antiguos imperios ibéricos? Una de las personalidades en las que se encarna mejor este espíritu orientado hacia lo utilitario —y que lo supera— es de todas formas el liberal mexicano J. M. L. Mora (1794-1850), autor de muy notables Obras publicadas en París en 1837, donde aparece como un observador penetrante de la realidad social de su país, al mismo tiempo que como un pensador anunciando el positivismo práctico o aplicado. En efecto, quería crear mi «hombre positivo:», modelo útil del individuo industrioso e ilustrado, que sigue libremente sus propios intereses al mismo tiempo que es virtuoso ciudadano de la república (Hale [180], p. 172). En muchos aspectos Mora es un precursor del amplio movimiento continental de un positivismo sui generis que se consolida en América latina hacia el último tercio del siglo XIX.                              
                      
Fuera de este utilitarismo, que podría ser en América un común denominador del pensamiento, sobre todo liberal, y ser objeto a este título de estudios comparativos, habría que ahondar nuestro conocimiento de ciertas corrientes originales o incluso heterodoxas o marginales del liberalismo. Éstas representan a menudo los intentos de adaptación al medio local de las ideas elaboradas en Europa, o las nuevas versiones que dan de ellas las mentalidades iberoamericanas. Nos detendremos ahora en ellas.

El progreso en América de las ideas indigenistas o de defensa del indio es mal conocido, pero fue muy lento e incierto: sólo empezó sin duda a tomar consistencia en la política (en manos de los criollos y mestizos) cuando los indios ya no infundían miedo. En el Perú, estas ideas no emergen antes de 1888 con González Prada (1848-1918) * el primer gran liberal peruano, por decirlo así. En todo el continente los positivistas spencerianos y darwinistas las ignoran. Pero su acjitud misma provoca reacciones paralelas en los primeros cristianos sociales (muy mal conocidos), en los socialistas (un poco mejor) o simplemente en hombres que están en contacto directo con las duras realidades de la vida indígena, como, en Brasil, Rondón (nacido en 1864), discípulo de Auguste Comte. Sólo en el siglo XX ciertas ideas se traducirán por actos, cuando en México sobre todo se tomarán medidas de protección de los indios y de sus comu-nidades, acabando de romper de esta manera con la doctrina liberal clasica.
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Los liberales preconizaban generalmente la implantación de una pequeña propiedad individual (de tipo francés) pero combatían, como ya sabemos, la propiedad comunitaria o comunal que representaba de hecho lo esencial de las tierras explotadas fuera de las haciendas. Por ello tuvo poco éxito en el siglo Xix su política agraria, cuya timidez puede estar relacionada con el hecho de que el partido liberal contaba con muchos grandes propietarios: estas bases sociales de la política liberal no han sido estudiadas en ningún país de América.
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4)    EL POSITIVISMO.

Desde la España ilustrada y el final de los imperios ibéricos ningún movimiento intelectual americano ha tenido la importancia que cobró el «positivismo^ aunque este término encierra en realidad ideas diversas, a veces muy distintas de las de Auguste Comte.

Sin pretender abordar aquí un estudio de esta envergadura, señalemos sin embargo algunos rasgos comunes a estos positivismos sui generis que dominan los horizontes intelectuales, científicos, políticos, incluso económicos (véase infra) de América latina a fines del siglo pasado y hasta en pleno siglo xx, con repercusiones hasta nuestros días.

Este positivismo o estos positivismos parecen recalcar los aspectos útiles, pragmáticos o prácticos, eclécticos, que ya hemos descubierto en menor grado entre ciertos liberales de una época anterior en Argentina o en México. Los aspectos religiosos, por ejemplo, de la filosofía de Comte parecen menos difundidos, fuera del grupo brasileño Apostolado Positivista. Pero ciertas logias masónicas, muy mal conocidas en América, ¿no practicaban una «religión de la humanidad»? De todos modos, la religión tradicional provocaba reacciones, a la medida de su poder sobre las masas, entre estos racionalistas herederos de las Luces. Éstos querían diferenciarse del pueblo, así como de una antigua metrópoli que seguía otros caminos.

Pero la primacía que se concedía a menudo a lo útil, a lo tangible, a lo «positivo», esta'desconfianza hacia la especulación filosófica o hacia lo abstracto, conduce en ciertos casos el pensamiento a ras del suelo, a la preocupación demasiado exclusiva por el progrese material, al «enriqueceos» de Guizot. De ahí la difusión de este positivismo práctico mucho más allá de los círculos de los espíritus más ilustrados, y sus ecos profundos en las nuevas burguesías de comerciantes, hombres de negocios, compradores de bienes desamortizados o «empresarios», que prosperan a fines del siglo xix y principios del xx, o incluso antes. Por esto L. Zea  [196] dice que el  positi
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vismo en México fue la mejor expresión de la burguesía y de las nuevas clases medias sobre las que se apoyó el largo gobierno auto-crético de Díaz (1876-1911). Se podría hacer la misma observación acerca de ciertos sectores sociales en Argentina o en Rio y Sao Paulo, y de grupos generalmente más reducidos en otros países, pero no despreciables en Chile y, más tarde, en Colombia y Venezuela. Pero tal vez Zea haga demasiado hincapié en los aspectos negativos de esta nueva burguesía mexicana, de la que algunos miembros más representativos tuvieron la mala suerte de ser derrocados por la Revolución, mientras que en Sao Paulo, por ejemplo, algunos de sus homólogos aparecen hoy como los pioneros del crecimiento y de la industrialización.

De hecho, estos hombres encontraban mejor su inspiración o su justificación en Spencer, como lo veremos, que en Comte. Pero ¿lo que es cierto en México lo será también en Brasil? Nada menos seguro.

El pensamiento positivista representa más que la expresión de una clase social deseosa de enriquecerse. En 1867, con motivo de la fiesta nacional del 16 de septiembre, el mexicano Gabino Barreda pronunciaba oficialmente una «oración cívica» en la que citaba detenidamente a Auguste Comte en francés (a pesar de la ruptura de las relaciones con Francia tras el fusilamiento de Maximiliano aquel mismo año). Inspiró la enseñanza positivista que, todavía reforzada y generalizada en el siglo xx por un ministro eminente, Justo Sierra, iba a formar las élites pensantes de México hasta la Revolución de 1911, y por algunas de sus secuelas, casi hasta nuestros días: fenómeno esencial, a menudo mencionado pero menos conocido de lo que parece.

Hacia la misma época, un poco antes o, sobre todo, un poco después, se advierte o se entrevé la aparición de las ideas y de las fórmulas positivistas en todo el continente latinoamericano: habría que localizar y hacer un recuento de su frecuencia en los manuales, en las intervenciones *
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la penetración y la amplitud del movimiento, incluso en países casi desprovistos de liberalismo previo, así como en Lima, donde ya en 1866 Carlos Lizón difunde el pensamiento de Comte antes de dar un curso de cfilosofía positiva» (Hugo Neira). La situación será esta vez distinta de la de la España peninsular, a menudo adepta del filósofo alemán Kraus cuando no permanece en la línea tradicional.

Los tecnócratas positivistas. Para los iberoamericanos, hay que encauzar las energias no hacia las grandes ideas, que asimilan a «utopías», sino hacia lo útil y el progreso económico, sobre todo industrial. La inauguración, en 1878, del ferrocarril de México a Cuau-titlán da motivo a discursos apasionados en este sentido (Zea [196]). El entusiasmo para la «Ciencia» dará antes de fines del siglo el nombre de «Científicos» a los más activos y mejor situados de estos mexicanos. Pero ya entonces estos positivistas han empezado a apartarse de Comte, que subordinaba a la sociedad los intereses de los individuos, para seguir a Stuart Mili y sobre todo a Herbert Spencer, y adoptar también los criterios biológicos de Darwin en el análisis social (los mejor dotados —ellos mismos— prevalecen). El individualismo anglosajón se ha injertado, pues, en el tronco latino para, proclamar las virtudes de la libertad económica, para afirmar lá primacía de la iniciativa individual y exaltar al hombre de empresa, e incluso a una versión del self made man. Pero en México ¿ el temor al poderoso vecino del norte no contribuye a mantener relaciones muy estrechas, afectivas e intelectuales, con la Europa latina? Sobre la naturaleza exacta de estas relaciones, sería interesante conocer la imagen de Francia a través de America latina.
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Desde el punto de vista del pensamiento se conoce bastante bien esta doble filiación para México, pero mucho menos para otros países. En Uruguay y en Argentina la influencia de Spencer y de Darwin parece prevalecer sobre la de Comte,10 mientras que la situación sería inversa en Brasil. Parece que en el ejército de este país la influencia francesa ha sido preponderante, en oposición tal vez al dominio inglés sobre la economía (Morazé [468]). El amplio trabajo de I. Lins [465] afirma la filiación comtiana de todo el positivismo brasileño, pero este discípulo convencido de Comte ¿valora lo suficiente el papel de Spencer y de los anglosajones?

No se ha intentado, por otra parte, confrontar estos positivismos activos con los crecimientos económicos o el nacimiento de ciertas industrias —ya que no se ha comparado en una misma investigación la historia de las ideas con la de la economía—.
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Ni en México ni en Brasil (cuya bandera ostenta el lema Ordem e Progresso) el problema ha sido abordado verdaderamente desde este ángulo, a pesar de ciertas indicaciones en este sentido de C. Mo-razé, y sobre todo de R. Morse [469] a propósito de Sao Paulo. En México se suele ver en los Científicos a hombres relacionados con grupos financieros e intereses extranjeros —lo que es cierto—, pero sin saber cuál ha sido su papel real en un primer despegue industrial bastante notable. Desde este punto de vista, ¿no se asemejarían —con tres cuartos de siglo de adelanto— a nuestros tecnócratas y modernos «desarrollistas», para los que el crecimiento económico es una prioridad absoluta, ya que debe resolver todos los problemas?

En Brasil, ¿podemos hablar de positivismo en el sentido intelectual de la palabra a propósito de las élites paulistas que orientaron su ciudad hacia las actividades industriales? Lins [465] habla poco de ello, y lo dudaríamos leyendo la importante obra de W. Dean [501], pero éste sólo ha tratado los aspectos económicos del problema. La ciudad de Sao Paulo parecía, sin embargo, «más intelectual» que Rio en el siglo xix, y en 1909 el francés P, Denis [502] la juzgaba, a la inversa de Rio, menos inclinada a la literatura y la elocuencia que «apasionada por las cuestiones económicas» u —actitud frecuente e incluso habitual de los hombres de Orden y Progreso—. Para responder al problema planteado habría que conocer mejor a los grandes ingenieros, a los hombres de negocios y a los plantadores brasileños desde el último tercio del siglo xik, estudiar también con las técnicas señaladas la prensa y las publicaciones paulistas, para descubrir las ideas que transmitían y de las que se valían.
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Las dictaduras de Orden y Progreso. Habría que conocer mejor también los aspectos políticos del positivismo; ¿no parece muy notable que, durante más de medio siglo desde el último tercio del siglo xix, la mayoría de los gobiernos de América latina sean dictaduras que se califican a sí mismas de «Orden y Progreso» y han sido a menudo, a pesar de tantos abusos de poder, aceptadas como tales en su tiempo? Además de Díaz en México (1876-1911), éste es el caso de Guzmán Blanco que, en parte, se había adelantado a él en Venezuela, como también de Rufino Barrios en Guatemala (1873 a 1885). En este mismo país, Estrada Cabrera (1898-1920) y también, en cierto modo, el general Ubico (1931-1941); en Nicaragua, Santos Zelaya (1893-1910); en Colombia, Rafael Reyes (1904-1909), incluso Vicente Gómez en Venezuela (1908-1935)...

 Efectivamente, Augusto Comte era partidario de un poder fuerte, capaz de mantener la cohesión social en el difícil paso del estado metafísico al estado positivo —una especie de despotismo ilustrado, en cierto modo—. En la realidad, sería interesante analizar desde el punto de vista sociológico e histórico estas dictaduras, curiosa mezcla de espíritu progresista o novador, de ideal masónico, y de caciquismo o caudillismo, marcado a veces con el cuño de los peores abusos del poder personal.

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La semántica histórica y el análisis de contenido aplicados a los escritos de ciertos jefes de Estado serían reveladores. Mejor todavía, un método en la línea del que J. Wilkie [250] ha aplicado a México, enseñaría tal vez la parte desempeñada por ciertas ideas, en las realizaciones prácticas. Limitémonos de momento a extraer algunas expresiones corrientes de los discursos del general Guzmán Blanco, caudillo civilizado de Venezuela. En una «república práctica», dice (2 de mayo de 1873), como la que dirige, debe reinar «el orden, el progreso moral y material> (28 de septiembre de 1873). Exalta las virtudes del ferrocarril, de la navegación y del telégrafo (5 de julio de 1874); pero ensalzará también «la educación popular» al inaugurar una carretera (22 de febrero de 1876). Aquel mismo día evoca la «Revolución» que ha encabezado, «con la libertad práctica, con el orden verdadero, fuentes dei progreso y desarrollo material del país, con la instrucción pública...». Dos meses más tarde inaugura también un suntuoso templo masónico (que existe todavía y atestigua un poder que habría que conocer mejor en todo el continente), i No duda en inaugurar una estatua de sí mismo como «emanación del pueblo»! 

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