Wednesday, June 23, 2010

Contra el progreso y otras ilusiones.


Citas extraídas del libro Contra el progreso y otras ilusiones (Ed. Paidós, colección Paidós Estado y Sociedad, Barcelona 2006, trad. de Albino Santos Mosquera), de John Gray, profesor de Pensamiento Europeo en la London School of Economics.

La cita que sigue es la primera parte de la introducción, en la que se resume uno de los puntos más interesantes del libro:

Las falacias del comunismo y del neoliberalismo, tan vinculados a la fe como cualquier religión, que adolecen ambas de los mismos prejuicios en su base y que Gray califica, yo creo que con gran agudeza, como «religiones ilustradas en las que la promesa cristiana de salvación universal reaparece en for ma de proyecto político de emancipación también universal». Es por cierto sorprendente encontrar un escrito “sociológico” que admita que el progreso material no ha mejorado al hombre en lo esencial, lo que siempre está presente, de modo más o menos explícito, en ese menosprecio a las generaciones anteriores, como si hubiesen sido “menos” que nosotros. Por otro lado, esto es una exigencia del evolucionismo, así que no hay de qué extrañarse. Ya volveré sobre esto en un próximo post. No me resisto a citar en último lugar un breve párrafo que pone en su lugar a uno de los ídolos intocables de la sociedad occidental, presunto bien incondicional e incuestionable: la democracia. Vamos sin más explicaciones con el extracto.
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“El siglo XX fue una era de fe y parece que el siglo XXI va camino también de serlo. Durante buena parte de la centuria que hemos dejado atrás, el mundo estuvo gobernado por religiones políticas militantes que prometían (cada una a su manera) el paraíso terrenal. El comunismo auguraba libertad y prosperidad universales, pero lo único que consiguió fue añadir un capítulo más a la historia del sufrimiento humano. Tras la caída del Muro de Berlín, fue el culto al mercado libre el que tomó el relevo a la hora de prometer todo lo que el comunismo no había logrado cumplir. La era neoliberal duró poco más de un decenio. El interregno de la Pos guerra Fría quedó hecho añicos con los atentados de Washington y Nueva York, y el intento estadounidense de exportar el capitalismo democrático a todo el mundo está teniendo un cruel final en los campos de la muerte de Irak.

Tanto el comunismo como el neoliberalismo eran movimientos mesiánicos que empleaban el lenguaje de la razón y la ciencia, pero lo que en realidad los impulsaba era la fe. Enemigos mortales en apariencia, las dos «fes» diferían fundamentalmente en torno a una cuestión de detalle doctrinal, a saber: la de si la perfección final de la humanidad se conseguiría a través del socialismo universal o mediante el capitalismo democrático global. Como ya hiciera el so cialismo revolucionario de Marx en su momento, el mercado libre global también prometía el final de la historia. Como era de prever, la historia prosiguió su curso, aunque fuera tras un derramamiento de sangre añadido.

Como la mayor parte de las ideologías de la Ilustración, el comunismo y el neoliberalismo eran obsesivamente laicos. Al mismo tiempo, estaban hondamente influidos por la religión. Confiados en un futuro en el que toda la humanidad estaría unida por un único modo de vida, tanto el uno como el otro estaban arraigados en una visión de la historia humana que sólo se puede encontrar en el monoteísmo occidental. El marxismo y el culto al libre mercado no son más que las últimas en una sucesión de religiones ilustradas en las que la promesa cristiana de salvación universal reaparece en forma de proyecto político de emancipación también universal.

Para los paganos de la Europa precristiana, la historia era una sucesión interminable de ciclos que no se diferenciaban en nada de los del mundo natural. Contrariamente, en el monoteísmo occidental —es decir, en el judaísmo, el cristianismo y el islam (que, en este aspecto, se inscribe dentro de Occidente)—, la salvación es la culminación de la historia. El judaísmo se ocupaba del destino de un pueblo concreto y no del conjunto de la especie; en él el impulso misionero estaba ausente. Con el advenimiento del cristianismo, el monoteísmo se tornó universal en cuanto a sus pretensiones. Ésa fue una evolución que se ha considerado generalmente como un avance. Pero fue, precisamente, esta transformación la que sembró la si­miente de las religiones políticas militantes de los tiempos modernos.

Los pensadores de la Ilustración se veían a sí mismos como reinstauradores del paganismo, pero carecían de la conciencia que tenían los paganos de los peligros del orgullo desmedido o hibris. Salvo contadas excepciones, estos sabios eran, en realidad, neocristianos misioneros de un evangelio nuevo más fantástico que nada de lo que pudiera figurar en el credo al que ellos imaginaban haber renunciado. Su fe en el progreso no era más que la doctrina cristiana de la providencia desprovista de la trascendencia y el misterio.

Las sociedades laicas están gobernadas por una religión repri mida. Aislado de la conciencia, el impulso religioso ha mutado y ha regresado transformado en una fantasía: la de la salvación por medio de la política o —ahora que la fe en la política se ha vuelto decididamente frágil— por medio del culto a la ciencia y a la tecnología. Puede que los grandiosos proyectos políticos del siglo XX hayan acabado en tragedia o en farsa, pero una mayoría de personas se aferra a la esperanza de que la ciencia pueda lograrlo allí donde la política ha fracasado: la humanidad puede construir un mundo mejor que cualquiera de los que han existido en el pasado. No es que esa mayoría crea esto por una convicción real, sino que lo hace por miedo al vacío que se vislumbra si se abandona la esperanza de un futuro mejor. La fe en el progreso es el Prozac de las clases pensantes.

En ciencia, el progreso es un hecho; en ética y en política, es una superstición. El avance cada vez más acelerado del conocimiento científico alimenta la innovación técnica y produce con ello una incesante corriente de nuevos inventos; ése es precisamente uno de los puntales sobre los que se basa el enorme aumento de las cifras de población humana de los últimos cientos de años. Por mucho que los autores posmodernos pongan en cuestión el progreso científico, éste es innegablemente real. Lo ilusorio es creer que puede lograr una modificación fundamental de la condición humana. En ética y en política los avances no son acumulativos: lo que se ha ganado en algún momento puede también perderse en otro (que es lo que, con el tiempo, acaba ocurriendo con casi total seguridad).

La historia no es una espiral ascendente de progreso humano, ni siquiera un avance muy lento, centímetro a centímetro, hacia un mundo mejor. Es un ciclo interminable en el que el conocimiento cambiante interactúa con unas necesidades humanas invariables. La libertad se gana y se pierde en una alternancia que abarca también períodos prolongados de anarquía y de tiranía, y no hay motivo alguno para suponer que ese ciclo vaya a acabar nunca. De hecho, y en vista de que el creciente conocimiento científico no hace más que aumentar el poder humano, éste sólo puede tornarse más violento.

El núcleo central en la idea de progreso es la creencia en que la vida humana mejora a medida que aumenta el conocimiento. El error no radica en pensar que la vida humana puede mejorar, sino en imaginar que la mejora puede llegar a ser acumulativa. A diferencia de la ciencia, la ética y la política no son actividades en las que lo aprendido en una generación pueda ser transmitido a un nú­mero indefinido de generaciones futuras: ambas son, al igual que las artes, habilidades prácticas que se pierden con facilidad.

Muchos pensadores ilustrados admitieron la posibilidad de que el avance científico se hiciera más lento o se detuviese en algún momento —como ya había ocurrido en períodos anteriores de la historia— y de que, en ese caso, se estancase también el progreso social. Pero creían que, mientras la ciencia prosiguiera su avance, la vida humana mejoraría. Quizás esa mejora no iba a ser rápida o constante, pero sí «incremental», de manera que cada avance se fundamentase sobre el anterior, como ocurre con el crecimiento del conocimiento en la ciencia. Lo que ninguno de los pensadores de la Ilustración imaginó (ni han logrado tampoco percibir sus sucesores actuales) es que la vida humana puede volverse más salvaje e irracional incluso al tiempo que se aceleran los avances científicos.

Ahora que la ciencia está presente en todo el mundo, el avance del conocimiento es imparable. Salvo en el caso de que tuviera lugar una crisis global prácticamente inimaginable, no es previsible que el progreso de la ciencia llegue nunca a invertirse o, siquiera, a frenarse. En ética y en política, sin embargo, ningún avance es irreversible. El conocimiento humano crece, pero el animal humano sigue siendo más o menos el mismo. Los seres humanos utilizan sus conocimientos crecientes para promover sus objetivos confrontados, sean cuales sean. El genocidio y la destrucción de la naturaleza son productos tan genuinos del saber científico como lo puedan ser los antibióticos o el aumento de la longevidad. La ciencia amplía el poder humano. Lo que no puede es conseguir que la vida humana sea más razonable, pacífica o civilizada, ni, menos aún, dar a la humanidad la capacidad de rehacer el mundo.

Cuando califico la fe en el progreso de ilusión, no digo que debamos (o podamos) rechazarla sin más. Cuando Freud describió la religión como algo ilusorio, no quiso decir que fuera completamente falsa, ni sugirió que la humanidad pudiera vivir sin ella. Las ilusiones no son meros errores: son creencias a las que nos aferramos por motivos que no tienen nada que ver con la verdad. Recurrimos a la religión no en busca de una explicación del universo, sino para hallar un sentido a la vida.

La ilusión del progreso ha resultado benéfica en ocasiones. Inspiró, por ejemplo, verdaderos avances sociales, como la abolición de la tortura judicial. (Irónicamente, como señalo en el capítulo 15, algunos liberales estadounidenses proponen ahora su reintroducción.) Pero, a pesar de ello, creo que actualmente se ha vuelto dañina. Con independencia del papel que haya podido desempeñar en el pasado, la fe en el progreso se ha convertido en un mecanismo de autoengaño que sólo sirve para impedir la percepción de los males que han acompañado al crecimiento del conocimiento. Los mitos de la religión, por el contrario, son ahora claves en las que está contenida la verdad de la condición humana.

Para que las ilusiones sean realmente eficaces, hay que creer sinceramente en ellas; sin embargo, parece que hasta sus más militantes evangelistas actuales sospechan en secreto que el progreso es una ilusión. ¿De qué otro modo podemos explicar, si no, su ansiosa certeza? Desde Pascal (si no antes), la fe religiosa se ha beneficiado de la duda para prosperar. Sin embargo, ni el más mínimo asomo de incertidumbre aligera los dogmas del humanismo laico. Son demasiado frágiles como para resistir cualquier cuestionamiento serio.

Quien ose poner en entredicho la idea de progreso es acusado enseguida de abogar por un retorno a la Edad de las Tinieblas. Pero es un hecho que los mayores asesinatos en masa de la historia fueron perpetrados por regímenes progresistas. Muchos tiranos anteriores asesinaron también a gran escala, pero ni mucho menos como los de épocas recientes. Ahora bien, el rasgo característico del moderno asesinato en masa no es su escala, sino el hecho de que se cometiera con el fin de elevar la condición humana. Los movimientos milenaristas de la Baja Edad Media fueron en ocasiones violentos, pero no consideraban esa violencia como un instrumento para forjar un nuevo mundo: ésa era una labor reservada a Dios. Ni siquiera la Inquisición, que asesinó y torturó desde el convencimiento de que estaba salvando almas, llegó a proclamar que es tuviera construyendo así un paraíso terrenal. Sólo en los tiempos modernos ha llegado a considerarse el asesinato en masa como medio de perfeccionamiento de la humanidad.

Lenin presumía de ser un «ingeniero de almas» capaz de construir una nueva «humanidad socialista». El resultado final del experimento bolchevique fueron los asesinatos masivos y las vidas truncadas a una escala sin precedentes. La magnitud de las muertes en la Rusia soviética sólo tuvo parangón en la China maoísta, otro régimen progresista. Los nazis, por su parte, despreciaron los valores ilustrados de la libertad y la tolerancia, pero compartieron con la Ilustración la meta de utilizar la ciencia para modificar la condición humana. Hitler, como Lenin, soñó con crear un nuevo tipo de ser humano. Mezclando el brebaje infantil de Nietzsche con el veneno letal del «racismo científico», llegó a perpetrar un genocidio singularmente atroz.

La lección que debemos aprender del siglo que acaba de concluir es que los seres humanos no emplean el poder de la ciencia para construir un mundo nuevo, sino para reproducir el antiguo (aunque, a veces, eso sí, de formas novedosamente espantosas). Esto no hace más que confirmar una verdad ya conocida en el pasado, pero prohibida hoy en día: el saber no nos hace libres.

Hemos heredado de la filosofía griega la creencia en la capacidad liberadora del conocimiento, pero el mito bíblico de la caída (de Adán) se acerca más a la verdad. El incremento de conocimientos comporta múltiples beneficios, pero no es un bien sin paliativos: al tentarla con la promesa de ampliar su poder, la humanidad acaba esclavizándonos.

En los tiempos modernos, no hay nada más herético que la idea de que el conocimiento puede ser un pecado, y ése es precisamente el pensamiento que inspira los artículos aquí recopilados. La creencia de que la humanidad avanza de la mano del crecimiento del conocimiento es central en el humanismo liberal. En muchos sentidos, el humanismo es poco más que un cristianismo laico; pero es un «cristianismo» en el que se han reprimido las profundas intuiciones conservadas en la tradición cristiana a propósito de las contradicciones de la naturaleza humana y de la ambivalencia del conocimiento, y que, al mismo tiempo, ha perpetuado los peores errores de dicha tradición cristiana.
De las religiones del mundo, el cristianismo ha sido siempre una de las más radicalmente antropocéntricas. Los cristianos creen que la humanidad y el mundo natural están separados por un in sondable abismo: los demás animales existen porque están a nuestro servicio. Se podría añadir que el relato bíblico en el que Dios concede al hombre el dominio sobre las demás especies conlleva también la obligación de cuidar de ellas (tal como sostuvieron los franciscanos, que creían que los demás anímales tenían almas como los seres humanos).

No obstante, la idea de que los seres humanos son suprema mente valiosos en el orden de las cosas siempre ha estado en el corazón del cristianismo y no ha ocupado un lugar menos central en el pensamiento secular. La curiosa noción de que la personalidad humana es la fuente de todo lo que tiene valor en el mundo tiene poco sentido en cuanto se desprende de una teología según la cual los humanos están hechos a imagen y semejanza de una persona divina. Pero, a pesar de eso, se ha convertido en la base del humanismo.

En varios de los artículos de la primera parte del este libro, analizo las ironías del pensamiento laico. Los humanistas gustan de re presentarse a sí mismos como admiradores fervientes del animal humano. Sin embargo (como muestro en el capítulo 4), la religión es un impulso humano tan natural y universal como el sexo. En términos intelectuales, el ateísmo es un fósil Victoriano. En términos freudianos es una forma de represión. Al tratar de erradicar la religión de la vida humana, los humanistas intentan sofocar una nece­sidad humana básica. Pero, al igual que con el sexo, la represión no funciona. El impulso religioso regresa, a menudo, bajo formas per versas y grotescas; el propio humanismo es una de ellas.

No se ha renunciado a la creencia teísta en una humanidad a la que le ha sido otorgado el dominio del mundo, sino que, muy al contrario, ésta ha sido reciclada en forma de creencia humanista en la capacidad de la humanidad para escapar, mediante el uso del poder de la ciencia, a las leyes naturales que rigen para todos los demás animales. [...]. La industrialización ha hecho posible que los seres humanos alcancen su población actual, pero la industrialización a escala mundial es la causa humana básica del cambio climático, y el calentamiento global conlleva que el planeta sea cada vez menos acogedor para los humanos. Nada de lo que hagan los seres humanos puede evitar que la Tierra retorne por su cuenta al equilibrio.

No obstante, en las mentes de los creyentes laicos, podemos vencer a las leyes de la naturaleza: la ciencia puede convertirnos en dioses. Una manifestación de esa actitud es la práctica de la vivisección. En el capítulo 8, examino de qué modo se han convertido los animales en víctimas propiciatorias del culto a la ciencia.

El humanismo liberal es la versión laica de un mito cristiano, pero la verdad contenida en aquel mito se ha perdido por el camino. La historia bíblica de la caída del primer hombre enseña que el mal no puede erradicarse de la vida humana: los humanos son radicalmente imperfectos (una impresión expresada ya en la doctrina del Pecado Original). No son el error o la ignorancia los que se in­terponen en el camino hacia un mundo mejor. Puede que el animal humano ansíe la paz y la libertad, pero no es menos aficionado a la guerra y la tiranía. Ningún avance científico puede suavizar las contradicciones de las necesidades humanas, sino al contrario: éstas no harán más que intensificarse a medida que la ciencia incremente el poder humano.” (Págs. 11-18)

“Hoy, como siempre, los regímenes son legítimos en la medida en que satisfacen necesidades humanas vitales como pueden ser la seguridad frente a la violencia, la subsistencia económica y la protección de modos de vida apreciados por la población. Nada dice que los regímenes que satisfagan esas necesidades deban ser democráticos. El actual régimen de China obtiene su legitimidad de su capacidad para garantizar el orden, promover la prosperidad y expresar la fuerza creciente de la identidad nacional china. Si se pone en cuestión en algún momento, será porque no esté logrando satisfacer esas necesidades, no porque no sea democrático. Pensar que los valores democráticos llegarán alguna vez a ser universalmente aceptados es un error fundamental.” (Pág. 37)